Musa, recuérdame por qué causas, dime por cuál numen agraviado, por cuál ofensa, la reina de los dioses impulsó a un varón insigne por su piedad a arrostrar tantas aventuras, a pasar tantos afanes.

¡Tan grandes iras caben en los celestes pechos!

(Virgilio. "La Eneida". Libro primero)

El "Talgo" París-Barcelona

Aquel día de marzo de 1978 el "Talgo" París-Barcelona se aproximaba a la frontera española a gran velocidad. Parecía como si esta preciosidad técnica, invento de un ingeniero español, quisiera reducir las cuatro largas décadas que me separaban de mi tierra natal.

En los rostros de mi esposa Inna y de mi hijo Andrés, iluminados por el rayar del alba, se reflejaba el cansancio de los preparativos para nuestra primera visita a España, tierra añorada que vio mi infancia, en la que residían mis seres queridos y descansaban los restos de muchos familiares. El telón de acero que el régimen franquista había bajado para separar de la patria durante muchísimos años a millares de españoles condenados por él a vivir en el exilio, aunque con tardanza, también se había alzado para mi familia.

... Hasta ese día los tres hermanos sólo pudimos reunirnos en dos ocasiones en el sur de Francia. Mi hermano Carlos y su esposa Mathé, de nacionalidad francesa, alquilaron con este fin una casita en Arcachón. Nos reunimos tres familias que - aunque en sus casas una hablaba español, otra francés y la tercera ruso - nos entendíamos muy bien por haber en ellas tres hermanos españoles, que las peripecias de las guerras de 1936-1945 habían diseminado por este mundo.

En la foto, de izquierda a derecha, Carlos, Carmen y el autor. Francia, 1966

En la foto, de izquierda a derecha, Carlos, Carmen y el autor. Francia, 1966

Jamás se borrarán de mi memoria aquellos partidos "internacionales" de fútbol que diariamente - después del reflujo de las aguas del mar - se celebraban en la playa de Arcachón entre los equipos de "España" y la "URSS". Mis sobrinos franceses Carlitos y Antuán - uno guardameta de la portería española y el otro de la soviética - permitieron, como anfitriones bien educados, que así se llamasen las "selecciones", aunque en ellas los únicos defensas, medios y delanteros eran mi otro sobrino Carlos (España) y mi hijo Andrés (URSS).

Los cuatro jugadores tenían de 8 a 10 años, pero lo que más risa y admiración causaba a los numerosos espectadores de la playa era el saber que, todos ellos, eran primos hermanos.

Al grito de ¡go-ol! - cuando alguno de los futbolistas consideraba que el balón había entrado en una de las imaginarias porterías - comenzaban las discusiones trilingües entre los jugadores, y el único árbitro capaz de tranquilizar a los simpáticos jóvenes deportistas era mi hermano menor Carlos, por hablar perfectamente en las lenguas maternas de cada uno de ellos.

También recuerdo aquella noche en la que recordando las travesuras de nuestra infancia - después de cenar los trece que éramos y de acostar a los pequeños - Carlos y yo fingimos ser jugadores empedernidos de la ruleta, causando horror a nuestra hermana mayor Carmen que, por ser buena cristiana, no podía comprender cómo podíamos malgastar el dinero de tal manera, mientras que en el mundo había tanto necesitado.

¡Cuánto nos reímos al tener que reconocer que, por no existir en Rusia nada parecido, tanto Inna como yo no conocíamos incluso las reglas del juego!

Pero, puesto que Carlos las conocía bien, los cuatro Llanos (según la tradición rusa, Inna llevaba mi apellido), en plan de juerga, decidimos probar la suerte en la ruleta de Arcachón. Al ver nuestros pasaportes el señor que los registraba afirmó que éramos los primeros soviéticos que jugaban en aquel casino.

La única agraciada en el juego fue Inna que, como comunista y por consejo de mi hermana, apostaba sólo al color rojo. Ella fue la que recuperó los pocos francos que con tanta rapidez habíamos perdido los tres hermanos.

El tiempo transcurría a la velocidad del rayo y, sin darnos cuenta, se terminaron las vacaciones y llegó el triste día de la despedida.

Fuimos hasta Hendaya a acompañar a Carmen y a mi sobrino Carlitos, que regresaban a España. Al amanecer llegamos a la frontera. La carretera - que se eleva paralelamente a la costa marítima - alcanza de súbito una altura que permite vislumbrar a los lejos las luces de San Sebastián, que empieza a despertar. El aire del mar, con mezcla de aromas alpinos, embriaga mis sentidos.

El puesto fronterizo de Hendaya presenta un cuadro espectacular: hacia un lado camina un tropel de españoles que diariamente pasan la frontera para trabajar en Francia. En dirección contraria - centenares de coches con matrículas y emblemas de casi toda Europa. En ellos viajan los turistas. Yo no puedo cruzar la frontera: tal es el veredicto de las Autoridades Competentes españolas.

Se me hace un nudo en la garganta: ahí está mi patria, los pajaritos vuelan de un lado del puente a otro, pero yo no puedo pisar el suelo español...

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